Rodrigo Uribe Otaíza
Secretario y Vocero de Historias Desobedientes Chile.
Resumen: Se analiza el modo de pensamiento de la crisis que se ha instituido como la manera pública de enfrentar la revuelta. Se argumenta que dicha manera de pensar se encuentra encapsulada en las mismas estrategias con las que la Transición (1989-2019) engendró un orden policial de administración del presente. Se lleva a cabo a partir de la revisión del territorio político en el que los planteamientos de Hugo Herrera, Cristóbal Bellolio, Alberto Mayol y Mirko Macari pueden adquirir su sentido, a la vez que se interrogan los lugares que éstos ocupan dentro del modo transicional de pensamiento.
En el último tiempo, hemos visto cómo ciertos personajes se han dibujado una epopeya propia en la que vienen a desfigurar el viejo panorama de la transición chilena. Llegan como anunciando el fin de un tiempo, como decretando que todo lo que tuvimos por conocimiento de nuestra política de izquierdas y derechas llega a su fin (como si la transición en sí misma no hubiese implicado desde un principio la disolución de dicho clivaje). En algunos casos, se permiten imaginar una derecha social que rescataría las viejas tradiciones del ensayismo reaccionario del siglo XX. En otros, anuncian el fin pandémico del mercado de consumos segundos antes de ir a recibir sus compras telemáticas a la puerta. Estos casos, lejos de destacar por el absurdo cognitivo en el que se encuentran, han de ser tenidos como partes de una sintomatología común de una política demasiado habituada a los relatos de la Transición (1989-2019).
Son los heraldos del fin del modelo chileno. Una multiplicidad de personajes que pretenden apabullarnos con su sapiencia lata y sin horizontes, portadores de un proyecto sin tiempo futuro desde el cual constituir aquella máquina libidinal con la que administrar un presente libre de afectos. Los llamo “jinetes del apocalipsis”, porque la función que ocupan es similar a la de estas figuras bíblicas. Son personajes conceptuales que se ajustan con relativa soltura con al menos cuatro protagonistas de este anuncio transicional del fin de la Transición: Hugo Herrera y Cristóbal Bellolio por la derecha; Alberto Mayol y Mirko Macari por la izquierda. Y esto, porque en ningún momento dejan de cumplir, por nostalgia o esperanza, la función de delatar los pecados de sus segmentos políticos en aras de la restitución del presto orden celeste con el que amenazan con agotarnos con nuevos presentes sin proyectos políticos.
Cómo habrá sido la tristeza del ennegrecido presente de nuestros jinetes, desprovisto de certezas y coordenadas para leer el magnífico acontecimiento que significó nuestro despertar digno, que una mañana amarga no tuvieron más remedio que inventar un verbo que pudiese hacer de nuevo soporte para nuestras miserias. Desde los cielos grises y fríos de una academia caracterizada por su ausencia de pueblo, bajaron a la tierra y leyeron nuestros grafitis y piedras. Y como desesperados ante una multiplicidad derramada, volcaron su bruta ciencia a interrogar lo que el peñasco podía significar en los acuerdos de hoy que eran necesarios para (in)formar el mañana. El anuncio del nuevo tiempo celeste de estos heraldos apocalípticos, era el relato de un consenso silencioso en el que fundar un “Nuevo Pacto Social”. Acuerdo en el que destruir, por siempre, la inclemencia destituyente de nuestro cansado hastío presentista y nuestro verdadero ruido proletario.
Se trata, en este sentido, de todo un espacio construido entre columnas de opinión, podcasts, entrevistas y segmentos televisados, en el que un lenguaje del poder se confiesa buscando el perdón de sus masas alzadas, escondiendo el cínico afán de restituir las virtudes institucionales y consensuales que una transición cifró como emblema de la política democrática. Una liturgia pública en la cual la vieja transición no deja de ser enunciada con diversos nombres: ¿Tiempo interregno o crisis de la política, de las legitimidades, de las representaciones,…? La misma fórmula de espacio y tiempo, camuflada ahora como diagnóstico que habilita a confesar los errores de antaño. Decir una y otra vez que “el viejo orden colapsa, sin que aún logremos atisbar lo que vendrá” (Herrera, H. 2020, El final de una época). Sin utopías. Sin extranjerías ni migraciones. Sin nuevas posibilidades. Pero siempre provisto del más amplio lenguaje, solícito a re-inscribir los cuerpos que se deslizan en las fronteras.
Los jinetes debían hablar con el lenguaje de la Gloria, hoy acaecida con un sustantivo interregno que ha devenido en el verbo de la Sangre y la Carne. La misma polémica iniciada por el sumario de Contraloría a Carabineros lo indica: Chile, brevísimo paisaje de violencias mitológicas, organizadas en el desapasionante universo del derecho administrativo. Entre abucheos, un Pato Aylwin, falto de carácter y demasiado amigo del Golpe, exclamó como sobándose la espalda en medio de su discurso: “¡Sí señores!, ¡sí compatriotas! ¡Civiles o militares!, ¡Chile es uno solo!”. Y como la memoria pública es una cosa curiosa, ocurriendo como si hubiéramos perdido contra el “Sí”, quedó sellado para las décadas del nuevo milenio que esta relación entre los pacos y el pueblo ya no se esquematizaría desde un signo encargado de visibilizar su separación (el “o”), sino más bien la del ademán de su comunión celestial (“Civiles y militares”). Tal es la naturaleza del verbo de la crisis de nuestra transición policialmente tutelada: lenguaje de la Gloria que extrae su potencial político de la historia fratricida de nuestro ejército; pacto de unión sitiado por una violencia legalizada que se anteponía a la necesidad de justicia. Y tal es el orden solícito que los jinetes renuevan, tutelando que lo excesivo de esta agresividad institucionalizada pueda ser inmunizada bajo nuevas promesas de presente bien administrado.
Vemos de inmediato que se trata de un verbo tácito: “estar transitando”. Poco importa cuál es el viejo orden y cómo llenamos este futuro incierto. Lo auténticamente relevante para los jinetes, es reconocer que nos encontramos en un tránsito entre viejas y nuevas formas institucionales. Un tránsito que poco entiende de justicia, y mucho habla por la legalidad de una violencia sobre otras. Y peor aún, que nos coloca en una situación presente cuya naturaleza y condición de existencia es el pacto que las oligarquías hacen para su administración. Sin poder sustraerse de este archivo de la transición de la que forman parte, están destinados a repetir la axiomática de este verbo tácito. Rastros de verdad autosuficiente que nos disponemos a analizar desde su faceta más peligrosa: el abandono de la pregunta por el porqué de nuestros regímenes políticos, en específico de la democracia, por la insistencia agotadora de una interrogante acerca de las “transformaciones necesarias y suficientes de nuestro modelo”.
En un primer lugar, izquierda y derecha ofrecen un abandono de la pregunta por el porqué de la revuelta y nuestras miserias, al hundirse en el contexto en el que estas ocurren. Tenemos así un diseño programático en Herrera, que puja por rescatar lo que una derecha social puede hacer en función a una sociedad que se pierde en el caos; mientras que un Mirko Macari nos plantea una solución “anarchivística”, en la que se sugiere confiar el próximo diseño institucional a las maneras en que las redes sociales logran auto-representar a cada individuo.
En un segundo término, izquierda y derecha instan a difuminar la expresión de este porqué democrático, rescatando la vieja imaginería política de la relación mecánica entre medios y fines. Así, vemos como un Mayol diagnostica la existencia de un “Big Bang” sociológico en el que un “malestar social” canaliza procesos de diseño institucional históricamente necesarios; contraría a un Bellolio que insiste en analizar la economía interna de los medios empleados y fines perseguidos por la revuelta, confiando en la anacrónica idea del progreso para juzgar la adecuación que dichas estrategias políticas pueden tener con sus anhelos.
Lo que ambos modos de pensamiento expresan no es, como ya dije, un mero error o extravío. Al contrario, dan cuenta de cómo en el anuncio del fin de los tiempos, la transición construye un límite entre lo que puede y no puede tolerar de los cambios deseados por nosotros. Es lo que en teoría política se conoce como un límite interno o inmanente, cuyo fin último es el de levantar un umbral con el que evitar la completa apertura de un campo político u organización de las relaciones de fuerza.
Los jinetes del apocalipsis ocupan, en este sentido, la función de producir no sólo una imagen de lo que ha reventado (el contexto y los medios justos, respectivamente), sino también la de profetizar los distintos cambios institucionales que, pese a todo, puedan evitar que se siembre la discordia al interior del viejo reparto transicional. Indican los sacrificios necesarios, independiente de que ello signifique que una UDI se separe del legado de Guzmán; y rastrean a los posibles líderes que, una vez lleguen a su tierra prometida, tendrán que devolverles la mano por el consejo prestado. Son la aseguradora cognitiva que, en las recetas que les habilita su falta de respuesta frente a nuestras miserias diarias, organizan un pronto reparto de presente que resulte favorable a sus anhelos de modelo miserable.
Lo que encapsulan nuestros jinetes del apocalipsis es una simple fórmula. Un gesto del que tenemos que resguardarnos cuando reflexionemos sobre lo que la revuelta nos deja a la mano. Nos muestran cómo la “soberanía del capital” utiliza un modo de pensamiento para apropiarse y ser capaz de administrar las crisis que produce. En este sentido, nos presentan que pensando la crisis, ésta se administra y actualiza sin abandonar su matriz capitalista. Es por eso que lo relevante no son quienes son los jinetes en sí mismo, sino el modo de pensamiento apocalíptico que utilizan para dibujar y organizar en cómodas cuotas el fin de los tiempos.
Manera de figurarse los problemas asociada a la pregunta por los cambios que necesita el modelo, cuya presencia debemos encargarnos de exorcizar cuando elijamos a quienes decidirán en el Proceso Constituyente. Solo un pensamiento que no tema a las fuerzas destituyentes podrá enfrentar un orden que instituye, como su norma, la perpetuidad de nuestras miserias. Un desafío que ni pactos, ni contratos ni constructivismos pueden superar. La dignidad sólo sabe del relampagueante desplante del carácter destructivo.